Imagine una ciudad situada en una península, justo entre el mar y las montañas, escondida junto a fiordos deshabitados que parecen verdaderos laberintos desde la ventana del avión. Una que en sus alrededores no alberga más que un par de carreteras y naturaleza; que sus vecinos son una que otra comunidad pequeña y rural, y que en su gran mayoría solo está acompañada de bosques, bosques y más bosques. Imagine también que desde esa ciudad se puede manejar por más de nueve horas seguidas hacia el norte y no llegar ni a la mitad de la costa oeste de Canadá. Entonces, ¿cómo es que Vancouver logra levantarse desde el suelo a punta de cemento y rascacielos en un terreno que, de cierta forma, le pide que no lo haga?
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