En lo que ahora considero una coincidencia afortunada, una semana antes de ver Atómica volví a ver, después de unos diez años, Blade Runner. Atómica (Atomic Blonde, David Leitch, 2017) es un ejemplo perfecto del género neon-noir, el cual se volvió popular por primera vez en los setenta con filmes como, justamente, Blade Runner (Ridley Scott, 1982). El neon-noir es un subgénero del neo-noir que se caracteriza por su uso de iluminación dinámica y colores llamativos –ejemplos contemporáneos incluyen Drive: El escape (Drive, Nicolas Winding Refn, 2011), Primicia mortal (Nightcrawler, Dan Gilroy, 2014) y Está detrás de ti (It Follows, David Robert Mitchell, 2014).
Pero ahí es donde las comparaciones con Blade Runner terminan. Antes de continuar, es importante dejar claro que Atómica no es la mejor película del verano –éste quizá sea uno de los peores veranos para el cine en la historia de Hollywood–, pero es una película que vale la pena ver en la pantalla grande, en gran parte porque Charlize Theron es una máquina. La actriz, cuya destreza como estrella de acción fue más que comprobada por su actuación en Furia en el camino (Mad Max: Fury Road, George Miller, 2015), hace la mayoría de sus acrobacias. Y las acrobacias, junto con la fotografía, son las razones por las que Atómica es una experiencia especial.
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